Misa por un ahorcado
1
Anticlerical declarado,
azote de los tonsurados,
me es difícil reconocerlo,
pero hay también hombres de Iglesia
honrados, libres de sospecha,
como el capellán de mi pueblo.
2
Cuando una turba enfurecida
ahorcó a un hombre de una encina
con un descaro impenitente,
este mosén, horrorizado,
salió de la iglesia gritando:
“¡muerte a la pena de muerte!”
3
Echándoles agua bendita,
bautizaba las margaritas
en un sorprendente ritual
y les daba a los pajarcitos
la eucaristía, el pan bendito,
en el cáliz sacramental.
4
Después, cogiendo a un monaguillo
y el aspersorio de domingo
y lleno de cólera santa,
se arremangó en plena ofensiva
y fue a decir misa exclusiva
por el que en el aire danzaba.
5
La carne de horca lacerante,
en circunstancias semejantes,
recibió el tributo sagrado,
fue aquel día protagonista;
el rol de Cristo ante el turista
lo representó un ahorcado.
6
Y, desde entonces, los paganos
de su parroquia, si graznamos,
no es de él de quien nos reímos.
Al exclamar sin florituras
lo que sentimos por los curas,
al nuestro no nos referimos.
7
Anticlericales rabiosos,
azote de los religiosos,
si os disponéis a desplumar
a un cuervo de esos, os lo ruego,
por precaución, mirad primero
que no sea este buen capellán.